lunes, 8 de junio de 2015

Mientras el lobo no está

Casi nunca hay nada que hacer, correr por aquí o por allá, saltar y maullar, ocasionalmente atosigar a los ratones aunque no soy bueno para cazarlos, cada vez son más listos y escurridizos, de cualquier forma no me gustan, saben a aserrín y tienen poca carne, en términos generales soy un buen y ordinario gato. 

       Ése día, sin embargo, no fue nada ordinario. El tiempo era agradable y mientras disfrutaba de un buen baño de sol tendido en la ventana, los pelos se me erizaron desde la cola hasta las orejas. Lo vi llegar como una sombra entre los árboles. Rápidamente salté hasta la mecedora de la abuela en sus piernas, y maullé tan fuerte como pude pero ella estaba profundamente dormida, desde hace años que solo duerme, come y vuelve a dormir, yo digo que no es vida. 

      Pobre mujer que no sabía del peligro que estaba por llegar. Encajé las garras en sus piernas y lanzó un grito, eso fue lo último que hizo mientras unos enormes dientes se cerraron en su cuello, yo creo que tuvo una buena muerte, ni siquiera se enteró que el lobo la mató. Hay ancianas que pierden la voluntad con la edad o se pierden en el bosque confundidas y otras quedan postradas como las gallinas cuando duermen en la noche.

       Hubiera terminado yo también en las fauces del lobo, pero soy ágil y a una bestia de su tamaño qué le puede importar un pequeño animal como yo. El lobo no perdió el tiempo, desnudó a la abuela y tranquilamente empezó a comérsela aunque no había mucho que comer, poca carne, mucha piel como la corteza de un árbol, y pequeños huesos. Mientras el lobo comía yo me terminaba mi cuenco de leche. Las partes de la abuela que no le gustaron las metió en los frascos vacíos para la mermelada.

            Levantamos las orejas al mismo tiempo el lobo y yo. Ésa canción me era familiar. El lobo comenzó a vestirse rápidamente con las ropas de la abuela, ¡uy, pero qué gracioso se veía! Yo salté a la ventana y vi acercándose a la niña, la nieta de la abuela con su capa roja, cantando como siempre la muy idiota, yo no le gustaba, siempre me daba con la escoba o me amarraba cosas a la cola. 

      Cuando entró a la casa dejó la canasta encima de la mesa, me acerqué a husmear y estaba vacía como siempre, la glotona se había comido todo en el camino, me dio un manotazo que devolví con un arañazo y bufido,  y volví a la ventana. Se acercó a la “abuela” y supuso que estaba dormida. Vio los frascos repletos de carne fresca y abrió uno, poco a poco a grandes mordidas daba cuenta de lo que quedaba de la abuela.  Me acerqué y le dije:

—¡Sucia, te estás comiendo a tu abuela! ¡Puerca!

Ella sólo se chupó los dedos y puso los otros frascos en su canasta. Se desnudó, metió a la cama y escuché que le decía al oído al lobo: ¡Oh, pero qué ojos tan grandes tienes!

Ya había escuchado suficiente, incluso para un gato, aproveché para largarme. En alguna parte encontraría a una abuela y un buen plato de leche mientras el lobo no está.



Colección de cuentos: Cuerpos expuestos

lunes, 1 de junio de 2015

 Pies

El bailarín, hombre perfecto de feos pies que han tallado el escenario hasta quedar torcidos.

Pies llenos de vergüenza y dignidad al mismo tiempo, que soportan sobre sus tobillos el pulido mármol de perfección áurea.

Pies adoloridos  de extensiones sobrehumanas, con laureles en los arcos de sus empeines.  Como ofrendas vivas a Terpsícore.

Pies dispuestos a la guerra de las duelas, pies en guardia a la orilla del proscenio. Cansados pero siempre disciplinados en primera posición.

Pies deformes borrachos de aplausos y flores; adoradores de Hathor entre sahumerios, y víctimas con vendajes destinados a la gloria o al fracaso.

Pies contemplativos, viviendo a veces, tímidamente en las aterciopeladas piernas de un teatro: largas columnas de secretos, de extensiones, de ensayos, de arte y bacanales.

Pies moribundos que no se afrentan ante los peligros de la vejez y que son joyas preciosas y joviales para el ejecutante.

Pies de bailarín.

Poemario: Poemas del cuerpo y otras prisiones.