Fe
“La fe puede ser sucintamente
definida
como una creencia ilógica en que
lo improbable sucederá.”
Henry Louis Mencken
Siempre creí que Dios no existía o que se había olvidado de
mí. Yo hacía las cosas como los sacerdotes, sin fe. A él le pedía con todas mis
fuerzas que te pasará algo terrible, tan terrible que sufrieras tanto o más
como yo he sufrido. Que te arrancara el corazón como a un perro. Que te cayera
un rayo y te partiera en dos. Que perdieras la razón como yo estuve a punto de
perderla. Y mírate ahora. Tan tieso y sonriente luces en tu ataúd de madera. Y
yo me alegro. Me alegro tanto que estoy a punto de gritar y salir corriendo a
la calle como una loca pero me contengo. Mañana entraré por la puerta de la
casa y abriré las ventanas para que se vaya el olor a tristeza con el que me
bañaba todos los días. Que se aleje el sabor a miedo con el que me alimentaba. Que
huya para siempre tu presencia y el dolor. Mañana comenzaré a vivir mientras tú
te pudres en la tierra que maldita estará de cobijar a una bestia que merece
solo el infierno. ¡Y maldigo cada instante a tu lado!
Disculpe, no lo escuché, estaba sumida en
mis pensamientos. ¿De qué sonríe? Usted no lo conocía como yo, solo le diré que
era un hombre que siempre sonreía. Tengo que guardar la compostura y fingir
que debo parecer apesadumbrada, poner cara lánguida y llorar de vez en cuando. Que
todos me miren y sientan compasión. Todavía escucho tus carcajadas rebotar en
las paredes como tus puños sobre mí, y al final sonreías. Sonreías como quien
gana una batalla o recibe un premio, y tiemblo, y mi cuerpo se convulsiona de
solo recordarlo, me angustia creer que todo podría ser un sueño. Que abrirás
tus ojos inyectados de furia y me verán, secuestrando la poca dignidad que me
quedó. Que podrías ponerte de pie y gritar al cielo que soy solo tuya, como un
animal a su dueño. Pero sé que el cielo es mío ahora, y todas las estrellas
también. Porque Dios me ha escuchado y tomado venganza en mi nombre. Y mañana
seré yo la que no deje de sonreír, tomaré el sol para quitarme éste color
verdoso en la piel que me ha dejado el encierro, que vuelva a tomar color mi
piel de iguana y sanen todas las cicatrices. Cerraré los ojos y respiraré eso
que tanto me negaste: Libertad.
Todavía
recuerdo aquel día en que sonó el teléfono. Brinqué del susto. Por la tarde
llegaste tan pálido como la lápida que he comprado en prueba de que alguna vez
viviste mientras yo moría lentamente. Y ahí estabas en la cama. Sin poder
moverte. Con los ojos turbios mirando para todos lados, apuñalando el viento al
que no podías hacerle daño. En ése momento comencé a sentirme un poco feliz,
porqué debes saber qué para alguien que jamás ha sido feliz es doloroso
reconocer un sentimiento tan pleno. Dios, aquél al que tantas veces eché la
culpa de mi destino, había escuchado mis lamentos. No creo en los accidentes.
No fue una casualidad la bala que atravesó tu columna. Fue el dedo de Dios
quien disparó en tan afortunado asalto. Fue Dios quien puso la bala cargada de
odio y justicia. Fue mi fe.
Nunca creí
que pudiera sacar fuerzas para verte todos los días como un objeto, el objeto
de mi desprecio y sentirme agradecida, y no sentir culpa. De verte entre la
mierda y los orines, y casi siempre con hambre. No soy yo la que te dejó morir,
fue la voluntad divina, yo solo fui una intermediaria. Poco a poco te
marchitaste bajo la sombra de una habitación siempre en penumbras, helada y
húmeda. Me mirabas suplicante como las ancianas cuando se postran frente al
altar, y a veces llorabas. Entonces tenía que alejarme de ti porque eras un
demonio buscando un alma frágil para confundirla. Tu mirada me hería, me
atravesaba y calaba hasta los huesos, sentía desprender la carne de mi cuerpo.
No tienes idea a qué sabe la venganza. Es como un sopor que sube por la
espalda, como una descarga eléctrica. Una sensación de placer y poder que dura
muchos días como el sabor dulce que aún tengo en la boca parecido a un perfume
de nardos.
Ahora me
miran todos. Te miran cuando pasan a despedirse y voltean a verme confundidos.
Nadie entiende y murmuran. Se meten sus silencios y palabras de áspid por mis
oídos y yo solo finjo llorar. Siento sus ojos clavados en mí. Es mi último
regalo por la vida tan desdichada que me diste. ¿Cómo? ¿No lo sabía? Fue su último deseo. Y yo debo cumplirlo, es mi deber.
En la intimidad le gustaba vestirse de mujer y así será enterrado.