lunes, 26 de septiembre de 2016

Fe

“La fe puede ser sucintamente definida
como una creencia ilógica en que
lo improbable sucederá.”
Henry Louis Mencken

Siempre creí que Dios no existía o que se había olvidado de mí. Yo hacía las cosas como los sacerdotes, sin fe. A él le pedía con todas mis fuerzas que te pasará algo terrible, tan terrible que sufrieras tanto o más como yo he sufrido. Que te arrancara el corazón como a un perro. Que te cayera un rayo y te partiera en dos. Que perdieras la razón como yo estuve a punto de perderla. Y mírate ahora. Tan tieso y sonriente luces en tu ataúd de madera. Y yo me alegro. Me alegro tanto que estoy a punto de gritar y salir corriendo a la calle como una loca pero me contengo. Mañana entraré por la puerta de la casa y abriré las ventanas para que se vaya el olor a tristeza con el que me bañaba todos los días. Que se aleje el sabor a miedo con el que me alimentaba. Que huya para siempre tu presencia y el dolor. Mañana comenzaré a vivir mientras tú te pudres en la tierra que maldita estará de cobijar a una bestia que merece solo el infierno. ¡Y maldigo cada instante a tu lado!

            Disculpe, no lo escuché, estaba sumida en mis pensamientos. ¿De qué sonríe? Usted no lo conocía como yo, solo le diré que era un hombre que siempre sonreía. Tengo que guardar la compostura y fingir que debo parecer apesadumbrada, poner cara lánguida y llorar de vez en cuando. Que todos me miren y sientan compasión. Todavía escucho tus carcajadas rebotar en las paredes como tus puños sobre mí, y al final sonreías. Sonreías como quien gana una batalla o recibe un premio, y tiemblo, y mi cuerpo se convulsiona de solo recordarlo, me angustia creer que todo podría ser un sueño. Que abrirás tus ojos inyectados de furia y me verán, secuestrando la poca dignidad que me quedó. Que podrías ponerte de pie y gritar al cielo que soy solo tuya, como un animal a su dueño. Pero sé que el cielo es mío ahora, y todas las estrellas también. Porque Dios me ha escuchado y tomado venganza en mi nombre. Y mañana seré yo la que no deje de sonreír, tomaré el sol para quitarme éste color verdoso en la piel que me ha dejado el encierro, que vuelva a tomar color mi piel de iguana y sanen todas las cicatrices. Cerraré los ojos y respiraré eso que tanto me negaste: Libertad.

            Todavía recuerdo aquel día en que sonó el teléfono. Brinqué del susto. Por la tarde llegaste tan pálido como la lápida que he comprado en prueba de que alguna vez viviste mientras yo moría lentamente. Y ahí estabas en la cama. Sin poder moverte. Con los ojos turbios mirando para todos lados, apuñalando el viento al que no podías hacerle daño. En ése momento comencé a sentirme un poco feliz, porqué debes saber qué para alguien que jamás ha sido feliz es doloroso reconocer un sentimiento tan pleno. Dios, aquél al que tantas veces eché la culpa de mi destino, había escuchado mis lamentos. No creo en los accidentes. No fue una casualidad la bala que atravesó tu columna. Fue el dedo de Dios quien disparó en tan afortunado asalto. Fue Dios quien puso la bala cargada de odio y justicia. Fue mi fe.

            Nunca creí que pudiera sacar fuerzas para verte todos los días como un objeto, el objeto de mi desprecio y sentirme agradecida, y no sentir culpa. De verte entre la mierda y los orines, y casi siempre con hambre. No soy yo la que te dejó morir, fue la voluntad divina, yo solo fui una intermediaria. Poco a poco te marchitaste bajo la sombra de una habitación siempre en penumbras, helada y húmeda. Me mirabas suplicante como las ancianas cuando se postran frente al altar, y a veces llorabas. Entonces tenía que alejarme de ti porque eras un demonio buscando un alma frágil para confundirla. Tu mirada me hería, me atravesaba y calaba hasta los huesos, sentía desprender la carne de mi cuerpo. No tienes idea a qué sabe la venganza. Es como un sopor que sube por la espalda, como una descarga eléctrica. Una sensación de placer y poder que dura muchos días como el sabor dulce que aún tengo en la boca parecido a un perfume de nardos.

            Ahora me miran todos. Te miran cuando pasan a despedirse y voltean a verme confundidos. Nadie entiende y murmuran. Se meten sus silencios y palabras de áspid por mis oídos y yo solo finjo llorar. Siento sus ojos clavados en mí. Es mi último regalo por la vida tan desdichada que me diste. ¿Cómo? ¿No lo sabía? Fue su último deseo. Y yo debo cumplirlo, es mi deber. En la intimidad le gustaba vestirse de mujer y así será enterrado.

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