sábado, 23 de mayo de 2015

La Caimana

La Caimana se mira tan fea en su ataúd de azaleas. Es como un animal apresado con sus manos saurias y sus ojos halcones. A punto de morder los tobillos del metate se miran también sus dientes. Su cuerpo escamoso ha vuelto, y sus pies henchidos de mugre y tierra son como macetas de lirios. Toda ella es como una bolsa para el mercado, mal cosida, hecha tiras con cabellos hirsutos y negros como el pantano. No siempre fue así. Alguna vez fue tan hermosa que los árboles se abrían a su paso para dejarla pasar y sus pies dejaban huellas de sándalo y chirimoya.

    La Caimana nació después de una novena de lluvias. El cielo se aclaró y el sol asomó sus chinguiñosos ojos a la tierra lodosa y siempre verde. Salió La Caimana entre las piernas flacas de su madre, casi reptando y tan pequeña como una fruta podrida, y abrió sus fauces a la vida con grandes chillidos sofocados, como si fuera a morir. El día de su nacimiento y otro más fueron los únicos días en que lloró, gimoteaba como un animal herido, hambriento. Su madre murió en el parto dejándolo solo. Me miraba a los ojos muy atenta y después acercaba sus labios animales a mi oído: Los primeros días me alimenté de grillos.

     De niño lo veía correr entre los árboles de papaya y zapote, ¡acércate faisán y ven conmigo! Me decía La Caimana. Brincaba de un lado a otro salvaguardando cualquier obstáculo con sus pies araña. Era tan feo que espantaba la noche y enseguida se hacía el alba. Era tan bueno que las frutas de los árboles le caían en las manos con sólo desearlo. Siempre supo que era diferente. Por las tardes lo veía levantar leña seca vestido con su falda de helechos. Tenía los pelos tan largos y crespos que a veces, cuando se quedaba dormido en la orilla del lago, los peces se enredaban entre sus cabellos como una red echada al mar. Hermosas gladiolas coronaban eternamente su frente, como hoy.

    Un día tan claro, tan soleado, se miró en el reflejo del agua, tan cristalina como plata bruñida, y se vio por primera vez. Miró en el agua a un caimán y supo que era él, ese día se puso La Caimana y cantaba: 

     ¿A dónde vas Caimana?  
     A buscar un hombre. 
    ¿A dónde vas Caimana? 
    A buscar un hombre.


    Un día llegaron los hombres de cacao con espaldas de cobre y ojos de perro. Un día bajaron de la bestia sus amos con las manos tan callosas que se podía moler pipián en ellas. La bestia llegaba todos los días a la misma hora y La Caimana aventaba pedazos de vida al tren.

    Me voy a casar, 
    vestida de blanco con cuentas de coral, 
    me voy a casar y seré tan bella que moriré de felicidad. 

    Yo no podía hacer otra cosa que creerle.

    Antes de rayar el alba su cadera jaguar se movía por entre la selva y buscaba. Escrutaba cada espacio y chupaba jugos de los trocos. Recogía por el camino frutas y hierbas. Cuando llegaba a su nido sacaba los frijoles que había puesto a remojar un día antes y los echaba al comal. Los frijoles estaban tan chinitos como los dedos de sus pies y chillaban cuando su piel tocaba el bálsamo girasol en la olla cerca del nixtamal. En el corral de las gallinas siempre se armaba un hervidero de chismes mientras recogía los huevos: ¿A dónde llevas mis huevos Caimana? A la sartén, ¿a dónde más? ¿Por qué te robas mis huevos Caimana? Son para poderme casar.

Al mediodía el olor en la cocina era tan penetrante que los maizales abrían sus hojas para poder cuchichear: 

La Caimana está cocinando, 
lleva meses sin descanzar. 
La Caimana avienta comida a los hombres que montan a la bestia, 
un día Caimana, 
un día un hombre se quedará. 

Y un día de la bestia saltó un hombre con ojos de capulín y manos de tapir. Manos grandes y negruzcas como carbón de ocote. Sus cabellos de obsidiana le lamían los hombros anchos como las riveras del Soconusco. Se quedó sentado en la orilla de las vías y el tren se alejó mientras volutas de humo salían de su pipa de tabaco con sabor a vainilla. ¡Adiós Caimana adiós! Se escuchaba a la bestia decir: He traído a tu hombre con él que te vas a casar.  

El hombre miró a La Caimana por un largo tiempo mientras hacía un ruido extraño con los dientes: Tú también comías grillos, en la boca los traes. Y se alejó La Caimana con un suave andar, sus helechos barrían la tierra y sus pies araña pisaban guijarros rojizos que se pegaban a sus talones tan curtidos que parecían molcajetes. El hombre la siguió con paso firme y la sombra de su pequeña estatura se proyectó como si fuera un enorme palmar. La Caimana entró a la selva rumbó a su nido sin voltear, y como si nada con un palo en la mano pinchaba las limas que quedaban apretujadas como una brocheta. Son para la sopa, dijó. Para la sopa serán.

Cuando La Caimana llegó a su guarida se puso de nuevo a cocinar. El hombre se sentó en un tronco mientras la miraba, sus ojos perros y capulines tenían pestañas de caballo, lacias y tercas que veían el suelo siempre. Mientras La Caimana hacía la sopa de lima sus cabellos se fueron desenredando y quedaron lisos como la hoja de plátano en un tamal. Con sus manos saurias acercó un plato al hombre que comió hasta quedar tan satisfecho que se miraba como una tortuga antes de desovar. Él besó las manos de La Caimana y la piel de toronja se volvió como una ciruela madura.

  ¿De dónde vienes? 
Del Sur y de más allá. 
¿A qué has venido? 
Más allá del otro lado hay una Caimana sola y fea como cerro talándome, 
dijo un faisán
tiene pies araña y manos saurias, pero hay más. 
Tiene ojos halcones y horrible andar. 
Busca un hombre para casarse.
he ir de blanco al altar. 
De allá he venido Caimana y de más allá.

Las caderas huecas de La Caimana se volvieron a llenar y sus labios de granada podrida se pusieron carnosos como chile manzano. Sus ojos halcones quedaron convertidos en ojos venado, y hasta la columna quebrada de tanto esperar recobró su fuerza. Ese fue el segundo día en que La Caimana lloró y toda la noche se escuchaban los chillidos, ora con risas, ora con silencios. ¡Caimana cállate que no nos dejas concentrar! ¡Calla o no tendrás más huevos en el comal! Decían las gallinas entre pujidos y largos suspiros, entre cortos sigilos y otros murmullos.

Muchos son los meses que pasaron y días aun más. La Caimana se ausentó por una semana. Cuando regresó los árboles se abrían a su paso y sus pies dejaban huellas de sándalo y chirimoya.

  ¿De dónde vienes Caimana? 
Te vas a ensuciar. 
Levanta tu vestido blanco que hay mucho lodo por acá. 
Vengo de casarme allá en la capital. 

El hombre de cacao la llevaba del brazo, así fue, del altar al comal. Se desvaneció La Caimana entre las guayabas y su corona de gladiolas cayó entre los zapotes y una penca de nopales. Murió La Caimana y su hombre no dejaba de llorar. El viento con olor a limas trajo azaleas para hacer un ataúd. Ahí yace la novia ahora tan fea como un caimán. La novia de los pantanos que murió de felicidad. 

Cuento publicado.

Los goces noctívagos: cuentos de diversidad sexual. Edición de Luis Martín Ulloa. Colección “Contraversos”. La Décima Letra. Guadalajara, Jalisco. México: 2014.

Colección de cuentos: Abominaciones y otros monstruos. 

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